¿Quién iba a decir que la historia de la tecnología se iba a quedar tan anticuada como la historia de las ideas políticas y filosóficas? Sin duda alguna eso explica por qué se siguen cometiendo los mismos errores que otras veces en el pasado cuando la aparición de un nuevo adelanto de la técnica inspiró a los entusiasmados publicistas de entonces tan imprudentes y banales augurios como los que recientemente hemos tenido ocasión de escuchar en relación con el potencial de las redes sociales para hacer que reverdezca una nueva primavera árabe o liberar de la tiranía a países como China o Rusia. En su reciente libro The Net Delusion (El desengaño de Internet – Destino 2011), obra de lectura obligada para activistas y diplomáticos, Evgeny Morozov se encarga de recordarnos, primero, que no hay nada nuevo bajo el sol, y segundo, que el viejo axioma de George Santayana según el cual quienes olvidan la historia están condenados a repetir sus errores, sigue teniendo vigencia en la era de las organizaciones horizontales y los viajes a Marte.
Siglo y medio antes de Twitter los partidarios del telégrafo dijeron que contribuiría a acercar a las naciones del mundo y a democratizar la sociedad. Sus detractores por el contrario avisaron de los nefastos efectos que las frases cortas y sincopadas podían tener para la calidad y la solvencia conceptual del lenguaje. Con la radio, durante los años 20 del siglo pasado, fue todavía peor. Nadie se imaginaba que un invento con semejante potencial igualitario y didáctico terminaría siendo aprovechado por los dictadores para domesticar a las masas. Supongo que no será necesario que hablemos de la televisión.
El libro de Morozov, que a veces resulta algo pesado por la lectura de unos planteamientos argumentales por lo demás necesarios para poner el punto de vista del autor sobre fundamentos teóricos que lo sustenten con una intención de perdurabilidad, sorprende precisamente por el cultivo de los saberes a los que me refería al principio: una apreciable erudición en cuanto a la historia de las ideas políticas (Jefferson, Hobbes, los enciclopedistas franceses de la Ilustración) y un vasto conocimiento en materia de historia de la tecnología (que no escatima citas de sus principales teóricos de los siglos XIX y XX).
Las conclusiones son las que un espectador honesto y con sentido comun tendría en mente a condición de no dejarse influir por la palabrería de los cibergurús y recordar el fracaso de los medios occidentales como instrumentos de propaganda durante la Guerra Fría: las fotocopiadoras y el samizdat no jugaron un papel tan destacado como se cree en el derrumbe de la Unión Soviética, y las emisiones televisivas de la Alemania Occidental fueron toleradas e incluso aprovechadas por el régimen comunista de la Alemania del Este para entretener a su ciudadanía y mantenerla apartada de tentaciones subversivas. Una estrategia muy parecida, por cierto, es la que siguen hoy en día Vladimir Putin y el Partido Comunista chino con respecto al despliegue y la utilización de Internet en sus propios países. De este modo el potencial democratizante y revolucionario de la red se ve muy menguado por su capacidad para servir como fuente de entretenimiento barato para las masas.
Y también, tal es la conclusión del libro, que lógicamente muchos se resistirán a admitir, por el hecho de que las mismas tecnologías de comunicación que la disidencia utiliza para organizar su protesta pacífica sirven también, quizá con mayor grado de eficacia, a los gobiernos autoritarios para conservar y consolidar su poder. Quizá sea pronto para decir que ha llegado el fin del ciberutopismo y de todas esas chorradas que se escriben acerca de Facebook y Twitter como herramientas de democratización. Pero no lo es en cualquier caso para hacer una reflexión sobre el tema.